Los habitantes del altiplano andino del Perú y Bolivia celebran el Año Nuevo según sus costumbres tradicionales, en las que ocupan hasta hoy un lugar principal la danza y la música de rondadores, tamborcillos, flautas y trombones
Por Alfred Métraux
Muy pocos pueblos han celebrado el comienzo del Año Nuevo con tanta solemnidad como los Incas del antiguo Perú. No hay sino que leer, en la famosa crónica de Garcilaso de la Vega, la descripción de las grandes ceremonias que se llevaban a cabo en presencia del emperador y de los gobernadores de provincias, en la ciudad santa del Cuzco, capital de los «cuatro extremos del mundo». En la complejidad de los ritos del Intiraymi, que en el mes de junio inauguraban un nuevo ciclo ‘de festividades y trabajos, se vuelven a encontrar los símbolos de la renovación vital y de la purificación que marcan el ritmo de muerte y resurrección que el hombre ha sabido percibir en la categoría de los tiempos.
¿Qué nos queda de todos esos sacrificios, procesiones y danzas? En verdad, poca cosa; pero cuatro siglos de miseria y decadencia no han logrado borrar por completo las antiguas costumbres. Cabalmente, el Año Nuevo, fijado ahora el día primero de enero, es una de las ocasiones en que surgen de la noche del pasado los fantasmas de las costumbres milenarias
Un primero de enero a orillas del Titicaca
Esta fecha no marca ya el comienzo del año religioso y no tiene nada que ver con la idea de las estaciones. Es importante, por el contrario, en la vida política, pues ese día es señalado para la entronización de los hilakata, de los alcaldes y de los campos, que han reemplazado a los arcaicos funcionarios del Emperador.
Designados por los patrones de las haciendas o por las autoridades de las repúblicas andinas, esos «mandones» o jefes, son igualmente escogidos por los indios después de interminables discusiones y arreglos de los cuales se excluye a los blancos. La toma de posesión de las autoridades indígenas se realiza en medio de un ceremonial que tiene un carácter a la vez religioso y civil y cuya gravedad mesurada se ignora si es de origen español o indio.
Me encontraba el primero de enero de 1954 en la aldea de Juli, a orillas del lago Titicaca, en el Perú. Una enorme muchedumbre de indios se apretujaba en la iglesia principal de ese santuario del arte religioso en la América del Sur. Bajo las molduras doradas de los ornamentos de estilo rococó y bajo la mirada casi humana de las imágenes religiosas, hirsutas o sangrientas, formaban una hilera los hilakata, impasibles y severos, tocados con un gorro rojo y envueltos en un gran poncho de color encarnado, sosteniendo en sus manos la suntuosa vara de puño de plata que se transmite de jefe a jefe desde los tiempos de la Colonia y que es la insignia de su rango. En la penumbra de la iglesia se elevaban cánticos en lengua aymara, llenos de la más desgarradora tristeza, respondidos afuera por el redoble de los tambores en la plaza pública y las tonadas melancólicas de los rondadores de carrizo. Cofradías de hombres enmascarados recorrían danzando las calles de la aldea. Unos portaban las fauces del jaguar, otros las alas del cóndor; y esos símbolos de las antiguas divinidades ahora olvidadas, se combinaban extrañamente con las pelucas y las casacas bordadas y sembradas de lentejuelas de los españoles del siglo XVII.
Ese día encontré un cortejo estrafalario que hizo irrupción en la plaza, delante de la iglesia de Yunguyo, adonde habían ido a oír misa las autoridades indígenas. A la cabeza del cortejo, iba un jinete, seguido a corta distancia por su mujer. Ambos, aturdidos por el alcohol, vacilaban peligrosamente sobre su montura y habrían caído seguramente de sus cabalgaduras sin la ayuda de algunos de sus compañeros de la misma raza que los mantenían con dificultad en la silla. Otros jinetes, escoltados asimismo por músicos populares, hicieron su entrada ruidosa y alegre en la plaza, para desaparecer a su vez en las casas indígenas de donde se elevaba el son de las flautas acompañado por el redoble del tambor. Esos personajes eran las nuevas autoridades que acababan de entrar en funciones.
Caballeros indígenas ataviados de panes
No me habría sorprendido su desfile si no fuera por sus vestidos verdaderamente curiosos: iban ataviados de sombreros y chalecos hechos de masa cocida al horno y llevaban alrededor del cuello y de los brazos coronas de pan, mientras otras coronas colgaban de sus trajes. El pan es para los indios una golosina y los hilakata y los alcaldes parecían disfrazados de personajes fabulosos de la abundancia. Estas zarandajas apetitosas, en el sentido propio de la palabra, me evocaron inmediatamente las figuras que decoran los cántaros y vasos de cerámica encontrados en las antiguas sepulturas del Perú. En ellos se ven personajes que danzan, ya no cubiertos de pan sino de frutas y legumbres. Los arqueólogos interpretan esas escenas como ritos de la fertilidad. En efecto, ésa parece ser la significación del traje singular que visten los «mandones». Al desplegar éstos los símbolos de la prosperidad, dan a entender a sus administrados que nunca les faltará el pan cuotidiano durante su gobierno y que el nuevo año les será propicio.
El Año Nuevo en los Andes se relaciona en mi memoria con una de las emociones más vivas que creo haber experimentado en mi carrera de antropólogo. En efecto, fue un primer día de enero cuando llegué a la aldea de los indios Chipaya, hace veinte años. Durante mucho tiempo, yo había anhelado visitar las tierras de esos indios, de cuya existencia se conocía únicamente por un opúsculo que les había dedicado un aficionado de la arqueología, el Sr. Posnansky. Los detalles contenidos en esas páginas eran como para despertar la imaginación de un estudiante que desea especializarse en el estudio de las civilizaciones andinas. Se había descubierto, en una de las regiones más remotas de la altiplanicie, a 4 000 metros de altura, más allá de los desiertos de arena y de las grandes lagunas pobladas por los flamencos rosas, una aldea cuyos habitantes parecían haber sido olvidados por la historia y que continuaban viviendo en nuestro siglo XX con las costumbres de la época de su gran imperio incaico.
Más aun, esas gentes hablaban un lenguaje distinto del quechua y del aymara, empleados en casi todo el territorio de Bolivia. Los Chipaya eran, por más de una razón, conocidos con el nombre de Chullpa puchu, o sea «restos de momias».
No cansaré al lector con detalles sobre mi viaje a través de las dunas de arena y mi lenta peregrinación por esas llanuras desoladas que forman el país de los Chipaya. Cuando, al fin, contemple un día la aldea de estos indios, los espejismos que suceden a menudo en esa estación habían agrandado y multiplicado las chozas de tal modo que creí acercarme a una ciudad extraña, construida a orillas de un gran lago imaginario, donde se renegaban montañas de perfiles fantásticos. La fiesta a que me convidó la refracción portentosa de la luz solar se esfumó ante la impresión – verdadera embriaguez científica – que experimenté al verme rodeado por un grupo de mujeres Chipaya.
Hay que imaginar el estupor de un arqueólogo puesto súbitamente en presencia de unas cuantas momias despojadas de sus vendas y engalanadas con sus vestidos milenarios. Las indias que me rodeaban iban ataviadas exactamente como aquéllas que se agruparon ante el conquistador Almagro cuando atravesó estos desiertos hace cuatro siglos y se asemejaban a los cuerpos resecos que suelen encontrarse en las grutas funerarias. Un detalle me impresionó más que los otros: el tintineo de las figurillas de cobre que colgaban de innumerables cordeles que dividían los cabellos femeninos. Esos ornamentos modestos me eran familiares: los había visto en el museo de La Paz, en las colecciones provenientes de la gran metrópoli india de Tiahuanaco que floreció mucho antes de que los Incas se hicieran los amos de la altiplanicie andina.
Como los aymara, los Chipaya celebraban ese día el Año Nuevo. Veo aun en mi memoria el interior de la choza circular donde mi amigo Mamani que acababa de ser elegido Corregidor antiguo título español permanecía detrás de una mesa sobre la cual estaba colocada una cabeza de cordero. Los indios y las indias venían por turno a rendirle homenaje tendiendo hacia él sus brazos suplicantes. Presentaban a su jefe dos tazas conforme a la etiqueta incaica que mandaba que toda invitación a beber se hiciera de esta forma.
Ofrendas de coca y tributo de chicha
Cada visitante hizo una libación de alcohol y presentó una ofrenda de hojas de coca ante el animal sacrificado. Aquéllos que habían cumplido ya su deber, iban a sumarse a los danzarines que giraban en el campo que separaba a los dos clanes. Iban conducidos por el alcalde anterior, que había anudado alrededor de su cuello una honda blanca y negra de donde pendían haces de cordelillos que cubrían su cuerpo hasta las rodillas. Lucía algunas flores en su sombrero y, plantadas sobre su frente, dos grandes hojas que recordaban las espigas de metal de las diademas frontales de los Incas. Llevaba un estandarte de color blanco y precedía a los danzarines y a los tocadores de flauta, deteniéndose ante cada choza para recoger en su nombre y en el de sus seguidores, un tributo de chicha. En compensación, acordaba al dadivoso el privilegio de sostener el estandarte blanco y dirigir un momento las evoluciones de los danzarines.
Un rito agrario vino a relacionarse con esos regocijos profanos. La víspera de Navidad, las mujeres habían depositado sobre el altar de la iglesia construida por los habitantes de la aldea, algunas pequeñas alpacas, llamas y corderos hechos de barro. El primer día del año, se les devolvió esos animales en miniatura. Las mujeres los cubrieron de besos, los palparon con respeto y los llevaron a sus hogares, convencidas de que habían asegurado la fecundidad de sus rebaños.
En la alta noche, el silencio implacable de la meseta andina fue desgarrado por la música del rondador y por algunos cantos saturados de tristeza desesperada. Luego, las voces se debilitaron y reinó otra vez en la aldea una calma obsesionante. Había finalizado el Año Nuevo y, en las chozas sombrías, los indios dormían, dispuestos a emprender otra vez al amanecer el monótono ritmo de su existencia ruda y laboriosa.
Alfred Métraux
Destacado antropólogo, se ocupa de los derechos humanos en el Departamento de Ciencias Sociales de la Unesco. Su último libro, Los Incas (Editions du Seuil, París) aparecerá durante la primavera. El Dr. Métraux colabora con frecuencia en El Correo de la Unesco.
“Reproducido del Correo de la UNESCO” 2017 Octubre Diciembre.
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