Mi memoria evoca los años maravillosos e imborrables de la infancia. Vivía yo entonces en una aldea del interior, en la región costera sudeste de China. Era a comienzos del siglo, cuando la Emperatriz viuda gobernaba aún desde el trono tradicional de la dinastía manchú y las costumbres no habían sufrido todavía un profundo cambio
Por Lin Yutang
Entre las primeras imágenes de la niñez, recuerdo la emoción con que yo sentía, a los cuatro o cinco años de edad, acercarse, el Año Nuevo. No se trataba para mí de compras ni de paquetes. El síntoma de que se acercaba la fiesta de Año Nuevo era que mi madre empezaba a moler arroz en un pequeño molino casero para confeccionar el nienkao, pastel especial de esa ocasión, compuesto de harina, nabos y camarones secos.
Este trabajo doméstico, verdadera ceremonia que tenía lugar una sola vez al año, causaba gran revuelo entre los niños de la familia. Mis hermanas ayudaban a mi madre a manejar el artefacto, compuesto de dos piedras de molino horizontales, de un pie y medio de diámetro, de las cuales la piedra superior giraba gracias a un eje articulado de madera, suspendido del techo. Era un trabajo ingenioso muy divertido. En la piedra superior había un pequeño orificio y mientras uno de nosotros hacía dar vueltas a la piedra, otro niño iba echando metódicamente agua y arroz con una cuchara de porcelana cada vez que el orificio pasaba ante sus ojos. Naturalmente, yo pedía ayudar también en esta delicada, tarea de echar el arroz, a riesgo de romper algunas cucharas.
La imagen que viene en seguida a mi memoria es la de una noche cuando caí rendido de sueño al tratar de permanecer junto a mi familia durante toda la velada del Año Viejo. En esa fiesta, la familia tenía la inveterada costumbre de reunirse alrededor de una opípara cena en la que figuraba siempre, además de los tradicionales moluscos fritos, un pastel especial que mi madre elaboraba asimismo una sola vez al año. Estaba formado de varios ingredientes, finamente picados hasta formar una pasta, envuelta en una capa de grasa de cerdo. En la gran mesa central, contra el muro, ardían unas bujías de cera encarnada con intenso fulgor. Cantábamos himnos y recitábamos plegarias, pues éramos cristianos. Mi padre, hombre alegre y cordial, contaba durante la cena mil historias divertidas y todos nos sentíamos felices en la numerosa familia.
En medio de la fiesta, sentí que mis párpados se volvían pesados y mis ojos se cerraban y la próxima imagen que vi al despertarme fue una chaqueta de color rosa obscuro que los niños vestían excepcionalmente con ocasión del Año Nuevo. Mis padres estaban ya levantados, vestidos y sentados al pie del lecho, esperando que sus hijos fuesen a presentarles el saludo tradicional. Mi segunda hermana me ayudó con presteza a vestir la túnica y me dijo que todos estaban preparados y me esperaban para ir juntos a hacer la reverencia a nuestros padres. Más tarde, cuando los mayores iban a hacer sus visitas de Año Nuevo, los chicos salíamos a disparar petardos por las calles.
El clásico Año Nuevo en China, según el calendario lunar, era la más grande festividad del año para el pueblo. Durante cinco días consecutivos, los habitantes de toda la nación vestían sus mejores trajes, cerraban los comercios y se divertían de mil maneras, en medio del ruido acompasado de los gongs y el estallido de los cohetes y petardos. Muchos hacían apuestas de dinero, iban de visitas o asistían a las representaciones teatrales.
Durante las fiestas de Año Nuevo, no se podía regañar a la sirvienta más humilde y cosa aún más extraña la mujer de China, tan incansable y laboriosa, dejaba de trabajar, comía a cada momento semillas de sandía y se negaba a lavar, a preparar los alimentos y aun a tomar en sus manos un cuchillo de cocina. La justificación de esta holganza general se encontraba en el proverbio popular de que «quien barre durante la Fiesta de Año Nuevo, barre su felicidad para siempre, y quien lava en esos días, lava su buena suerte».
En todas las puertas se colocaban rollos de papel escarlata en que se habían dibujado las palabras Felicidad, Suerte, Paz, Prosperidad. Primavera. El color rojo era el color de la felicidad.
En los patios y jardines de las casas y en las calles de la ciudad se escuchaba el estallido de los petardos y el aire estaba impregnado de un olor de azufre y de flores de narciso: azufre afuera, y la increíble y sutil fragancia del narciso en el interior de las moradas. Los padres perdían en esos días su seriedad, los abuelos se hacían más amables que de costumbre y los niños se divertían con silbatos de bambú, disfrazándose con extrañas máscaras y jugando con muñecos de arcilla.
Luego, vino la República. El gobierno re publicano de China abolió el Año Nuevo lunar, pero éste permanecía vivo dentro de nosotros y no se dejó abolir fácilmente. Estaba alojado profundamente en la conciencia del pueblo.
Era el año de 1930 y vivía yo por ese entonces en Shangai. Como todo el mundo sabe, soy un hombre ultramoderno. Nadie puede acusarme de conservador. No sólo soy partidario del calendario gregoriano sino aun del calendario de 13 meses, en el cual éstos se hallan compuestos exactamente de cuatro semanas de 28 días. En otras palabras, pretendo ser verdaderamente científico en mi punto de vista y muy lógico en mi razonamiento. Y fue precisamente este orgullo científico que se resintió cuando descubrí que era un fracaso mi celebración del Año Nuevo oficial, como el de cualquiera que hubiese pretendido celebrarlo sin tener su ánimo preparado.
La planta de narciso me evoca mi infancia
Yo no deseaba celebrar el Año Nuevo tradicional, pero éste llegó fatalmente el día 4 de febrero. Mi gran Espíritu Científico me aconsejó que no observara el clásico Año Nuevo, y así lo prometí. «No pienso defraudarte» le dije con más buena voluntad que convicción. Desde muy temprano, a comienzos de enero, empecé ya a escuchar los rumores del Año Nuevo que se acercaba, cuando una mañana me sirvieron como desayuno un bol de lapacho o crema de maíz con semillas de loto y «ojos de dragón». Este alimento típico me recordó de pronto que estábamos en el octavo día de la doceava luna.
Una semana después, mi fiel servidor vino a pedirme el mes adicional de salario que le correspondía según la costumbre, por encontrarnos en vísperas del Año Nuevo. Tuvo permiso de salida en la tarde y al regreso me mostró un paquete que contenía une pieza de tela azul, destinada como regalo a su esposa. Los días primero y dos de febrero, me vi obligado a dar aguinaldos al cartero, al lechero y a los mensajeros y mandaderos de diversos establecimientos. En todo este tiempo, yo presentía vagamente lo que iba a suceder.
Y llegó el tres de febrero. Todavía me dije: «No celebraré el Año Nuevo tradicional.» Por la mañana, mi esposa me pidió que cambiara de ropa interior. «¿Por qué motivo?» le pregunté. » Chouma tiene que lavar hoy me dijo no puede hacerlo mañana, ni pasado mañana ni el día siguiente». Como yo tengo un carácter humanitario, no pude negarme a esa súplica.
Ese hecho fue el comienzo de mi ruina. Después del desayuno, mi familia se preparó apresuradamente para ir al banco porque se había producido en esos días algo como un pánico bancario, a pesar de que el gobierno había decretado que el Año Nuevo tradicional ya no existía. «Yutang, me dijo mi esposa vamos a alquilar un automóvil para ir al banco. Vente con nosotros y de paso verás al peluquero.» No me interesaba cortarme el cabello, pero el paseo en automóvil era para mí la gran tentación. Pensé que podía ir con provecho al Templo de los Dioses de la Ciudad y ver lo que podía comprar para los chicos. En esta época se venden en la avenida que conduce al Templo toda clase de faroles y yo deseaba que mi hijo menor viese la maravilla de un farol giratorio.
No debí ir al Templo de los Dioses de la Ciudad. En estos días del año, ya se sabe lo que espera a uno en ese lugar. En el camino, al regresar a casa, me encontré con que llevaba en mis brazos no sólo fajoles giratorios, linternas decoradas de conejos y muchos juguetes chinos sino también algunas ramas floridas de ciruelo. Ya en el hogar vi con sorpresa un obsequio traído por un paisano mío: un magnífico tiesto con una planta de narciso, la flor que ha hecho famosa a mi pequeña patria en toda China y que me recuerda las fiestas de Año Nuevo de mi infancia. No podía cerrar los ojos sin que se me presentase la imagen de mis años infantiles. Guiados por el perfume del narciso, mis pensamientos volaban al pasado, a la dichosa época de los rollos de papel escarlata.
A la hora del almuerzo, el olor del narciso me evocó el pastel del Año Nuevo.
«Este año, nadie nos ha enviado un pastel de arroz con nabos y camarones», dije apenado.
«Es que nadie ha venido de Amoy, pues de otra manera nos habrían mandado uno seguramente», contestó mi esposa.
«Me acuerdo que una vez compré un pastel de esa clase en una tienda de cantoneses, en la avenida Wuchang. Creo que todavía puedo encontrar esos pasteles.
No, tú no puedes encontrarlos» me dijo mi mujer con un tono desafiante.
«Es claro que puedo» repliqué, como recogiendo el desafío.
A las tres de la tarde ya estaba yo regresando a casa en un autobús que corría por la avenida septentrional de Szechuen, y llevaba al brazo una gran canasta que contenía un nienkao de dos libras y media de peso.
A las cinco de la tarde, el nienkao estaba ya frito y lo comíamos con gran satisfacción, mientras en el aposento impregnado de la sutil fragancia de narciso yo sentía el remordimiento de un verdadero pecador.
«No celebraré la velada de Año Nuevo dije en alta voz con resolución y prefiero ir al cine esta noche.
No puedes hacerlo murmuró mi esposa hemos invitado a los Ts…a cenar.» La situación ce presentaba difícil.
A las cinco y media, se presentó mi hija menos luciendo su nuevo vestido rojo. «¿Quién le puso este nuevo vestido?» pregunté visiblemente alterado, aunque con la mayor cortesía. «Huangma se lo puso» fue la respuesta. Huangma y Chouma eran las sirvientas.
Mi Conciencia Científica y las bujías encarnadas
A las seis de la tarde, vi que en el centro de la mesa chisporroteaban las bujías de cera encarnada, cuyas llamas agudas como lenguas arrojaban un resplandor de burla y de triunfo sobre mi Conciencia Científica. Debo confesar de paso que mi Conciencia Científica en esos momentos era ya muy vaga, confusa y casi irreal.
«¿Quién encendió las bujías?» pregunté con cierta violencia. «Chouma las encendió» fue la respuesta.
«Pero, ¿quién compró las bujías?» interrogué otra vez. «¿Quién? Tú mismo las compraste esta mañana.» «Oh. ¿Yo las compré…?» Seguramente no fue mi Conciencia Científica quien lo hizo. Tal vez fue la Otra Conciencia…
Me encontré un poco ridículo, no por la evocación de lo que había hecho por la mañana, sino por el conflicto entre mi cerebro y mi corazón en esos instantes. Pero, muy pronto fui arrojado del círculo de mi conflicto mental por los estallidos de los petardos del vecindario. ¡Una a una, las detonaciones de los fuegos artificiales se sumergían en lo más profundo de mi conciencia! El corazón chino se conmueve de un modo desconocido para los europeos. El desafío de mi vecino oriental era inmediatamente respondido por los disparos de mi vecino occidental hasta que el tiroteo se generalizó como una salva de fusilería.
No me iba a dejar ganar por mis vecinos. En un impulso ciego, saqué un dólar del bolsillo y le dije a mi hijo pequeño:
«Ah-Ching, corre a comprarme algunos petardos y cohetes que sean los más ruidosos y grandes que encuentres. Los más grandes y ruidosos, ¿entiendes?»
Y en medio de los estallidos de los petardos me senté a la mesa para la cena tradicional de la velada de Año Nuevo. Bien a pesar mío, sentía mi corazón inundado de felicidad.
Lin Yutang
Lin Yutana, escritor y filósofo chino, conocido universalmente, es autor de varias obras consagradas a su país, entre las cuales: «My Country and my People» (Mi país y mí Pueblo), «The Importance of Living» (La Importancia de Vivir), «Wisdom of China and India» (Sabiduría de la China y de la India).