Los trabajos presentados por los alumnos del curso de Escritura Creativa organizado por el ICC en Madrid, pone de manifiesto, de nuevo, que los asistentes al mismo han adquirido grandes destrezas bajo la dirección y supervisión de Juanita Samper y Camila Pinzón
TENER UNO QUE MORIRSE
Por Gisela Porto Peñaranda
“¡Huele a muerte!”, exclamó con preocupación. Al levantarse de su mecedora con la espalda bien erguida, la sintió mojada del sofoco. Pensó que sería el día más caliente del año. Del termómetro en esa ciudad nadie se fiaba. Siempre se sentía más calor del que marcaba.
Su vida empezaba en la madrugada cuando llegaba el agua al pueblo y se llenaba el tanque elevado. Vivía los días con un entusiasmo del que carecía su marido. Él se fue apagando hasta que ella empezó a proclamar con tristeza: “Dios, llévatelo”. Buscó su libreta y algo garabateó.
Desde muy temprano se oían en su casa los saludos del vendedor de plátano y yuca, de las amistades, de los clientes del negocio, del zapatero, del lotero e incluso del que vendía una parcela en el campo santo.
—Son las tres de la tarde y hoy tengo la mano mala —dijo—. Ojalá me cayera un muertecito, que fuera un “milloneti”, con muchos hijos y nietos, porque habría trabajo y unas cuantas coronas por hacer.
—Pensándolo bien —aclaró ella— y que no se me malinterprete, no quiero tragedias, quiero alguien que haya vivido, y que Dios lo recoja. Una muerte rápida, ojalá que limpia.
“Aló, en las horas del dolor, soy tu mejor amiga, floristería Marimer, dígame…”. En efecto, la llamada lo confirmó. Había trabajo.
Los entierros eran los actos sociales más importantes. Con gran solemnidad, estricto luto durante los nueve días y sus noches, la consideración (respeto al muerto) marcaría ese par de años venideros, en donde no habría tiempo para música, festejos y hasta la televisión se oiría a volumen muy bajo.
Con frecuencia y pesar se le oía lamentar desde la otra silla, ahora la de su máquina de coser, “tener uno que morirse”. El temor a la muerte desde siempre la perseguía. La muerte de sus hijos, de sus seres queridos, amistades, conocidos, de las tragedias que escuchaba en la radio, de las esquelas del periódico, y de los protagonistas de las novelas, la atormentaban. Vivía de ella y era su martirio. Aumentaban los nombres en esa libreta.
A los hijos les advertía día sí y día también, que cuidadito de que la fueran a meter a un ancianato y que si eso sucediese, al morir ella “les saldría” (les haría la vida imposible).
Ese día esperaba impaciente que llegara el señor que ofrecía las parcelas en el cementerio. El plan cubría los servicios fúnebres y religiosos de trece de sus familiares y beneficiarios.
Conocida en la región por sus precisas sentencias y alma solidaria, sabiendo que la muerte está a la vuelta de la oreja, no olvidó anotar a conocidos sin medios para pagar su propio entierro. Apuntó uno a uno los nombres, sin ningún orden y en ese perfecto orden empezaron a morirse.
Su marido murió. Su madre de ciento dos años también. Entonces la ansiedad se apoderó de familiares y amigos. Aterrados, rogaban saber quién sería el siguiente. Suplicaban que los borraran de esa maldita lista. Un sudor frío le atravesó la espalda.