El Instituto Caro y Cuervo en España bajo la dirección de Martín Gómez, organizó recientemente un curso de Escritura Creativa para personas que tuvieran la inquietud de iniciarse. Las seis sesiones estuvieron dirigidas por las periodistas Juanita Samper y Camila Pinzón
En la revista digital patrimonioactual.com estamos comprometidos con el patrimonio cultural, turístico cultural, natural e inmaterial y, con el fomento de la escritura y la lectura, por tal motivo, nos implicamos con el Instituto Caro y Cuervo para publicar los escritos de los alumnos del último curso de Escritura Creativa que por su buena redacción merecen que publiquemos un pequeño relato.
LA HUELLA DEL MAESTRO* por Juan Manuel Campo
*A Don Jesús González Pérez
Siempre quedará patente la fría tarde de ese 28 de enero. En el aula del campus de Villaviciosa de Odón explicaba la reciente Ley de 2015.
—Correcto: el silencio positivo es un verdadero acto administrativo —decía.
Mientras ilustraba esta ficción legal a algunos despistados pero curiosos alumnos, observé el movimiento de mis manos. El tiempo se detuvo. Mis pensamientos evocaron ese curso de doctorado de 1984.
—Hola, hijo, no me gusta llamarte a la oficina y menos al directo… ¿Puedes hablar?
—Claro que sí, mami.
—Te ha llegado un telegrama de Telecom.
—¿Qué dice?, corre ábrelo…
—Es una invitación con BB.
—¿Con Belisario?… ¿es lo que pienso?, ¿mamá, es lo que creo? ¿Será lo del concurso del centenario de la Constitución? Lee todo, viejita.
—No dice nada más, pero tu papá piensa que no hay duda, que de lo contrario no te hubieren enviado el telegrama y que tienes reservado un vuelo a Bogotá y un hotel cerca del Palacio de Nariño…
El tren dominical con dirección a Valladolid recorría su previsto tramo. Maturana venía de hacer un gran mundial en Italia y lo había contratado el club pucelano para dirigir su equipo de balompié. Dejando pueblos y paisajes leía con aparente diligencia Comentarios a la ley de procedimiento administrativo. Ese lunes siguiente impartiría mi primera clase universitaria. Intentaba concentrarme en la lectura pero todo me desobedecía. El compromiso, la responsabilidad, las obligaciones, la ética, el ejemplo, el lenguaje, los principios, las formas… Estas ideas sin orden se mezclaban en mi estremecida cabeza; no atinaba a justificar qué pasaba. De forma reveladora rememoré al eximio catedrático don Jesús, el maestro insigne. Mi tutor y mecenas.
Ese día de enero de 2019 el espacio temporal se paralizó. El mundo del derecho perdía un grande. El registrador de la propiedad, el coautor de trascendentales anteproyectos de leyes, el profesor de innumerables abogados españoles y de allende del atlántico. El incansable catedrático defensor de las garantías y de los derechos del ciudadano. El maestro descansó. Su legado sigue. Su gigantesca obra de lustre intelectual y jurídico, difícil de superar, permanecerá. Aquella leyenda en vida acababa de dejarnos.
“Las medidas cautelares positivas en el contencioso administrativo”, comentó. “Hay mucho que investigar, ese tema es inédito y aún no se ha escrito nada”. Con estas palabras me acababa de proporcionar la temática para trabajar entre leyes, jurisprudencia y doctrina los dos años siguientes. No acababa de llegar a Madrid con mi beca después de mi audiencia en el Palacio de Nariño y el maestro González Pérez ya estaba interesándome en la materia de alcance con que contribuyera al derecho administrativo y que, a la sazón, resultó.
Todos queremos ser diferentes, distinguirnos de los semejantes; sin embargo terminamos siendo un puzle amorfo, copiamos un poco de esas referencias que permanecen paradigmas de nuestra evolución, pero don Jesús, el catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de La Laguna, nacido en Peñaranda de Bracamonte, donde la principal calle lleva su nombre, es el ejemplo y modelo del maestro excelso que siempre me acompaña, desde aquella primera experiencia docente regresando de tierras vallisoletanas. Sus maneras, sus formas, sus gestos, la pausa, el tiempo para reflexionar, el intercambio de pareceres, la estrategia socrática, la sindéresis en sus análisis nos invitaba a pensar más allá de lo evidente y literal. Es el maestro que todos quisiéramos ser.
Nos dejó el maestro. Quien te llamaba en cualquier momento sin ceremonias ni protocolos y te soltaba de sopetón que “en la editorial (Civitas, la que ayudó a fundar) hemos acordado que empieces a escribir el libro de comentarios a la ley de extranjería”; te prologaba un libro pletórico de comentarios mullidos y ponderados por el paso del tiempo e incluso con halagos que aún me ruborizan y me comprometen. Igual hacía una gestión directa, sin mediadores ni enviados, que te suponían la puerta a una nueva alternativa profesional. Gestos de señorío con que siempre me honró.
Así era la actitud natural de don Jesús. Hombre jovial y reflexivo en su cursillo de doctorado los miércoles al final de la mañana. Deferente y generoso con sus estudiantes y muy especial con los de Latinoamérica. Protector y magnánimo. Quería que no nos limitáramos a concurrir y participar de forma activa a sus insuperables sesiones en el edificio nuevo de la Complutense. Nos invitaba a congresos, conferencias, disertaciones en la Real Academia de Jurisprudencia; y también en la otra, la Real de Ciencias Morales y Políticas, donde tuve la feliz oportunidad de escuchar su discurso sobre la dignidad de la persona. Nos insistía en que escribiéramos imaginativas propuestas para regenerar concretos apartados anacrónicos de las leyes administrativas o sobre la elección de los jueces, siempre incardinado por tutelar las garantías del administrado. Un desprendimiento propio del hombre humilde que no se reconoce sabio. Sola da quien verdaderamente tiene.
La magia de la memoria nos permite retener esos inolvidables momentos que no queremos desvanecer aun queriendo. Recuerdo cuando por primera vez llegué, ese día otoñal de 1984, a su oficina de la Calle Diego de León y pregunté si el “doctor” estaba y recibí la atenta respuesta de que no era un consultorio médico; aquella entrega de 300 páginas hechas a mano (los Steve Jobs y Wosniak estaban concibiendo los primeros ordenadores personales). Don Jesús los revisó con detenimiento, preguntó cuando tuvo dudas y, al finalizar, con esa vivacidad de siempre, dijo: “Bueno, esto hay que convertirlo en 30 folios a título introductorio”. Necesité dos años para entregarle el trabajo final paginado y sin empastar. Lo leyó y sugirió, sin ninguna intención, que “hay que incorporar en el texto el reciente trabajo del profesor Vescovi sobre el replanteo del proceso cautelar”. Supuso horas y alguna que otra imprecación con nombre propio para el providencial autor uruguayo.
El panegírico del párroco de la Iglesia Nuestra Señora del Pilar en la calle Juan Bravoconfirmaba la semblanza del maestro; destacaba el fervoroso cristiano; el buen padre de familia; el esposo comprensivo; el abogado y profesor comprometido; el amigo de sus amigos; el irrevocable hombre bueno y justo. Solo un espíritu como el suyo podía reunir tantas personalidades y anónimos.
Lo encontré en el inicio del verano de 2016, con su sonriente alegría y de forma efusiva y amistosa, como era habitual, nos saludamos. Presidía en la Real Academia de Jurisprudencia el ingreso de un académico honorario. Nos cruzamos recuerdos y nos preguntamos por nuestras vidas, profesión, academia y producción literaria. Meses después me interesé por su estado de salud y su nefasta caída, contactando directamente con su despacho. Fue la última vez que le vi.
Finalicé como pude esa triste y afligida clase de enero. En la intimidad de mi hogar repasé, treinta y cuatro años después, aquel trabajo doctoral que nos vinculó y que a veces el tiempo tiende a relativizar. Me constriñe ahora replicar algunas frases que no pierden vigencia. Las luces jurídicas con que el señor don Jesús González Pérez disipó mis dudas y facilitó mi orientación metodológica motivan mi gratitud y reconocimiento perdurable. Su ilustre y docta trayectoria aquilatan su prestancia jurídica, a cuya sombra he dilatado mi horizonte profesional. Sin embargo, nunca perderé ni dejaré de hacer aquel copiado gesto, ese movimiento educador e inconfundible de sus manos. Gracias por todo, Maestro.
Juan Manuel Campo Cabal
Publicado también en Intramuros, de Beltrán Gambier.