¿Cómo vivir después del horror? El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir
Por Tzvetan Todorov
Al término de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus grandes actores, Winston Churchill, declaró: “Tiene que haber un acto de olvido de todos los horrores del pasado. ”En el mismo momento, el filósofo estadounidense George Santayana formulaba esta advertencia: “Los que olvidan el pasado están condenados a repetirlo”. Para nosotros que hemos vivido o conocido la historia dolorosa del siglo XX, ¿cuál de esas dos exhortaciones sería más provechosa? Entre el olvido y la memoria ¿qué elegir?
La contradicción entre ambas fórmulas es sólo aparente. La memoria no se opone al olvido. La memoria es siempre y necesariamente, una interacción entre el olvido (el hecho de borrar) y la salvaguarda del pasado en su totalidad – algo a decir verdad imposible. En una de sus narraciones, Funes el memorioso, el escritor argentino Jorge Luis Borges imaginó un personaje que retiene la totalidad de lo que ha vivido: es una experiencia pavorosa. La memoria selecciona en el pasado lo que considera importante para el individuo o para la colectividad; además, lo organiza y lo orienta de acuerdo con un sistema de valores que le es propio. A los pueblos les gusta más recordar las páginas gloriosas de su historia que las vergonzosas. Las personas, por su parte, a menudo procuran liberarse de un recuerdo traumatizante sin lograrlo.
Neutralizar un pasado doloroso
¿Por qué necesitamos recordar? Porque el pasado constituye realmente el fondo de nuestra identidad, individual o colectiva, y porque sin un sentimiento de identidad, sin la confirmación que ésta da a nuestra existencia, nos sentimos amenazados y paralizados. Esta exigencia de identidad es, pues, perfectamente legítima: necesito saber quién soy y a qué grupo pertenezco.
Pero tanto los hombres como los grupos viven en medio de otros hombres, de otros grupos. Por eso no es posible contentarse con decir que cada uno tiene derecho a existir; es indispensable ver cómo esta afirmación influye en la existencia de los demás. En la esfera pública no todos los recuerdos del pasado son igualmente admirables; el que da pábulo al afán de venganza o de desquite suscita en todo caso, algunas reservas.
Cuando uno mismo ha sido víctima del mal, tal vez sienta la tentación del olvido total, de borrar un recuerdo doloroso o humillante. Tal es el caso de la mujer que ha vivido una violación, del niño que ha sufrido el incesto: ¿no es mejor hacer como si esos acontecimientos traumatizantes no hubieran existido? Sin embargo, de la historia de los individuos se desprende que una represión total de esa índole es peligrosa; el recuerdo descartado de ese modo se mantiene pese a todo activo y puede originar neurosis dolorosas. Más vale primero tener presente ese pasado doloroso que negarlo o reprimirlo; no para cavilar sobre él hasta el infinito, lo que sería caer en el otro extremo, sino para dejarlo progresivamente de lado, neutralizarlo, amansarlo en cierto modo. Es así como opera el duelo en la vida de un individuo: en un primer momento nos negamos a admitir la pérdida que acabamos de sufrir y padecemos cruelmente por la ausencia repentina de seres queridos; más tarde, sin que nuestro afecto disminuya, los situamos en un plano diferente, ni ausentes ni presentes como antes. Un cierto alejamiento viene entonces a atenuar el dolor.
Una alternativa estéril
En cuanto a las colectividades, es raro que sientan la tentación de olvidar radicalmente el mal de que han sido víctimas. Los afroamericanos de hoy no procuran de ningún modo que se olvide el traumatismo de la esclavitud que sufrieron sus antepasados. Los descendientes de las personas fusiladas o quemadas en Oradour-sur-Glane, en 1944, no quieren que se olvide esa ofensa: al contrario, hacen lo necesario para que el pueblo se conserve en ruinas. También en esos casos cabría desear que, al igual que para los individuos, se evite la alternativa estéril de la omisión total o de la evocación sin fin: el mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para permitir que nos volquemos mejor hacia el porvenir. Ese es el significado de actos como el perdón o la amnistía: se justifican una vez que la ofensa se ha reconocido públicamente, no para imponer el olvido, sino para dejar que el pasado dé una nueva oportunidad al presente. ¿No tuvieron razón esos israelíes y esos palestinos cuando reunidos en torno a una misma mesa en Bruselas, en marzo de 1998, expresaron la convicción de que “sencillamente para empezar a hablar hay que poner el pasado entre paréntesis”?
Cuando Churchill recomendó el olvido, en cierto sentido tuvo razón, pero su recomendación ha de ir acompañada inmediatamente de una serie de condiciones. Nadie debe impedir que se recupere la memoria. Antes de volver la hoja, decía Jelu Jelev, presidente de Bulgaria inmediatamente después de la caída del comunismo, hay que leerla. Y el olvido no cobra de ningún modo el mismo sentido según que uno haya sido agente o víctima del mal: acto de generosidad y de fe en el futuro en un caso, no es más que cobardía y negativa a asumir responsabilidades en el otro.
Pero, ¿basta recordar el pasado para evitar que se repita, como parece afirmar Santayana? En absoluto. A decir verdad, lo que se produce con mayor frecuencia es lo contrario: es un pasado de antigua víctima el que permite al agresor actual encontrar sus mejores justificaciones. Los nacionalistas serbios se remontaron a tiempos muy lejanos para buscar las suyas: ¡a la derrota que les infligieron los turcos en los campos del Kosovo en el siglo XIV! Los franceses justificaban su propia actitud belicosa, en 1914, con la injusticia que habían sufrido en 1871. Hitler esgrimía el recuerdo del humillante tratado de Versalles, al término de la Primera Guerra Mundial, para convencer a sus compatriotas de que había que iniciar la Segunda. Una vez concluida ésta, el hecho de haber sido víctimas de la violencia nazi no impidió de ningún modo que los franceses – a veces los mismos, convertidos en militares después de haber sido resistentes – practicaran la tortura y arremetieran contra la población civil en Indochina o Argelia. Existe el riesgo de que los que no olvidan el pasado lo repitan también, cambiando de papel: nada impide que la antigua víctima se convierta a su vez en agresor. La memoria del genocidio que sufrieron los judíos está viva en Israel; sin embargo, los palestinos han sido allí víctimas de otras injusticias.
Apoderarse de la memoria de un antiguo héroe o, lo que es más sorprendente, de una antigua víctima, puede ser necesario para que el individuo o una colectividad afirme su derecho a la existencia; ese acto sirve sus intereses, pero no le concede ningún mérito adicional. Al contrario, puede tornarlo ciego a las injusticias de que es responsable en el presente. Los límites de esta forma de memoria, que da primacía a los papeles del héroe y de la víctima, quedaron de manifiesto durante la conmemoración del cincuentenario de Hiroshima y Nagasaki en 1995: en Estados Unidos sólo se quería recordar la actitud heroica del país en la derrota del militarismo adverso; en Japón, sólo el hecho de haber sido víctimas de las bombas atómicas. Hay en cambio un mérito indiscutible en pasar de la propia desgracia, o de la de sus allegados, a la desgracia de los demás, en no reclamar para sí el estatuto exclusivo de antigua víctima.
Asimismo, reconocer el mal cometido por nosotros en el pasado, aunque no sea tan grave como el que hemos sufrido, puede contribuir a mejorarnos. El pasado no tiene derechos en sí, ha de ser puesto al servicio del presente, así como el deber de memoria ha de quedar sometido al de justicia.