No se trata de escribir un betseller. Son ilusiones, sentimientos y vivencias, además de querer compartir algo que, quizá, hayamos vivido o que sea inventado, pero que queremos transmitir
Esa ciudad
Por Camila Padilla
Se enamoró de esa ciudad cuando leyó un reportaje en la revista de la aerolínea del vuelo Lima-Bogotá. Venía de estar un mes en el sur. Era su autorregalo de graduación de su segunda licenciatura. Fue emocionante, la aventura de su vida, siempre independiente como son las hijas únicas y especialmente ella. Tomó siete vuelos y pasó por cuatro países y diez ciudades. Caminó por el santuario histórico peruano, bailó tango, tomó caipiriñas, visitó las casas de Neruda. Y eligió como su preferida La Chascona, e hizo propia esa palabra para describir su pelo rizado. Aún recuerda el sonido espectacular e imponente en el mirador de la Garganta del Diablo. Ese tiempo a solas la hizo reflexiva, se retó, se perdió y se encontró.
Al volver a casa la esperaban con un pastel. Cerró los ojos, pidió un deseo, sopló las velas: eran 30. Supo que su vida debía dar un vuelco. La familia, siempre como pilar, la apoyó cuando explicó sus planes en esa ciudad, aunque significara perderla.
Había utilizado mal la expresión “quedar en shock” y lo supo al sentirlo; eso era otra cosa. Estaba en su oficina, una pequeña consultora, sentada en su silla, la mesa estaba llena de carpetas y bolis de colores, miraba distraída por la ventana mientras los últimos rayos de sol tocaban su mejilla. Había regresado del sur esa semana, era un día normal, sus compañeros trabajaban como de costumbre, ella los miraba con la mente en otra parte, no dejaba de pensar en esa ciudad, aun sabiendo que no era el momento. Miraba el reloj constantemente: se vería con su amiga al terminar de trabajar, y, como en el colegio, solo quería que sonara la campana para salir corriendo. Esa tarde un archivo mal enviado terminó en reproche de su jefa. Ella, que volvió tan libre y con las órdenes sin ser sus mejores amigas, respondió a su jefa sin saber que a partir de ese clic su vida no sería la misma.
Abrió el chat, resoplando empezó a escribir enérgicamente a su compañera de trabajo: “vieja hijueputa” y envió el mensaje… Cuando se dio cuenta a quién había escrito, el mundo se apagó, su cuerpo quedó helado, sin parpadear, le hormigueaban las piernas, casi se ahogó, pasó un tiempo inmóvil y solo sentía su corazón acelerado. Sus compañeros la miraban, le hablaban, y ella no respondía. Volvió cuando escuchó un portazo en el despacho de al lado, vio a su jefa caminando, casi corriendo por el pasillo mientras se marchaba… había leído el mensaje de chat y ella permaneció en shock.
Era un jueves de septiembre. Ese fin de semana se celebraba amor y amistad. Pasó el fin de semana entre golpes de pecho y una sensación de culpa tremenda. Después de pensarlo abrió su portátil, se enfrentó a la hoja en blanco y redactó su carta de renuncia; pensó que lo mejor sería asumir las consecuencias tomando distancia. El siguiente lunes antes de comer, su jefa la citó en su despacho. Ella entró temblando sin mirarla a los ojos, las manos le sudaban, estaba muy avergonzada: el arrepentimiento no le sirvió de nada, su jefa fue cruel. Después de un silencio sentenció: «me duele más a mí que a ti». No aceptó su renuncia. A partir de ese día inició una guerra encubierta que duró un año.
El desánimo no la paralizó. Recordó la revista y la encontró. Sentada en el suelo de su habitación volvió a leer y releer el reportaje de esa ciudad. Lo consideró tan ambicioso que se asustó y ese día tomó la decisión de seguir adelante con su plan. Empezó a investigar e hizo una lista con los pasos que debía seguir. Sabía que dejaba mucho, pero sentía que algo grande estaba por llegar.
El visado, la aceptación al máster y las despedidas fueron avanzando. Esta vez la consultora sí aceptó su renuncia. Pese a toda tensión, su jefa la abrazó y le deseó suerte. Ella lo agradeció y se alegró.
Ese domingo se levantó más temprano de lo normal, tenía que empacar su vida en dos maletas; en pocas horas salía el vuelo con destino a esa ciudad. Se marchó haciendo fotografías mentales de cada rincón, también de los recuerdos de su adolescencia y juventud. Su casa se alquilaría en breve, la despedida era doble. Abrazar a su madre y caminar hacia la puerta de embarque fue lo más difícil, su cómplice se quedaba a miles de kilómetros de distancia. En el avión y al cerrar las puertas, la sorprendió una locución: “Señoras y Señores tengan todos ustedes una muy buena tarde y tengan una cordial bienvenida al vuelo 018 de Avianca con destino al Aeropuerto internacional El Prat en Barcelona”. ¡Por fin esa ciudad se hacía realidad!
Volvió a las aulas y al mundo estudiantil. Estaba muy ilusionada con su nueva vida, la que había deseado en Bogotá y planeado con tanto esmero y dedicación. Descubrió esa ciudad mientras se descubría a ella misma. En otoño deshojó sus creencias, se desprendió de los malos momentos, soltó lo que no servía. En invierno se refugió en sí misma para volver a conocerse y conectar con lo que de verdad importa. En primavera maduró y floreció, estaba plena y cada día le gustaba más ese lugar. Empezó a trabajar en una multinacional, se reconcilió con el mundo laboral y a partir de ese día no envía un correo o un chat sin antes revisar a quién va dirigido, corrigió su vocabulario e intenta cumplir las normas. Aún le cuesta.
Esa tarde de febrero, en Fnac buscando un libro alguien le tocó el hombro. Se giró con desánimo pensando que era un turista perdido, pero sus ojos se abrieron con sorpresa: era su exjefa, estaba de paso en esa ciudad por el Mobile World Congress. Las dos habían cambiado mucho. Verla reafirmó la decisión que tomó once años atrás. Todo empezó con una metida de pata y continúa en esa ciudad creando nuevos recuerdos, nuevas verdades y un futuro.